Todas las ciudades del mundo tienen uno o varios elementos que las identifican.
Sea un monumento original, una construcción relevante o un accidente geográfico, éstos pasan de obra humana o de la naturaleza, a símbolo que homologa y distingue a un conglomerado humano.
En el caso de Cuba son varios los elementos que funcionan como metáforas de su capital y por extensión, de todo el país. Sitios que atraen al turista que decide hacer de la isla su destino de vacaciones.
El más antiguo de ellos es la Fortaleza del Morro, con su faro incansable bañando las noches cálidas. Y un poco más cercano en el tiempo, el Capitolio Nacional, o después la antigua Plaza Cívica, que pasó a llamarse Plaza de la Revolución después de 1959. E intemporal, como si siempre hubiera estado ahí de frontera entre el mar y la ciudad, tenemos al democrático y extenso Malecón.
Durante muchos años, la mayor parte de lo que hoy conforma el malecón habanero era un paraje árido, llena de rocas marinas y espacios de fango, que comprendía buena parte de lo que era llamado extramuros, por estar fuera del perímetro amurallado de la ciudad.
La zona era conocida como Monte Vedado, de donde años más tarde se tomó el nombre para designar el barrio que se fue erigiendo y llegó a ser, en el desplazamiento que ha tenido la ciudad hacia el oeste El Vedado, centro todavía de la vida moderna habanera, sobre todo desde fines de la década del 40 del pasado siglo XX
Ya desde 1819 se comenzó a practicar un ensanchamiento de la zona urbana, en viaje hacia el oeste, bordeando la costa, aunque también La Habana creció hacia el sur, con barrios hoy totalmente urbanos como el Cerro, que en una época fue centro residencial importante.
Ya para 1859 entro en funcionamiento un ferrocarril desde la zona del puerto hasta la desembocadura del río Almendares y es precisamente por esos años que comienza a tomar cuerpo el barrio de El Vedado, rodeado años después por el Malecón.
Con la entrada del siglo XX, en medio de la ocupación norteamericana de la isla tras la guerra de los cubanos contra el gobierno colonial español, se continuaron los proyectos y se inició la construcción del muro, protagonista de tantas historias públicas y privadas por más de un cien años.
Durante los años iniciales de la República, el Malecón fue completándose por tramos, hasta su terminación, hacia 1952. Y mientras ese completamiento se verificaba en torno a las aguas del Atlántico, la ciudad iba creciendo, sumando a sus puntos conocidos otros que el hábito fue convirtiendo en paisaje de costumbre, calles que iban a desembocar al muro, para aliviar el calor o servir de punto de citas para enamorados, o de grupos que detrás de una guitarra lanzabas sus canciones a la corriente del golfo. Se trata de una animada vida que el turista en La Habana puede sentir, sea bajo el sol o bajo la luna, siempre alegre y bulliciosa.
El Malecón ha sido por muchos años escenario del carnaval habanero, con sus desfiles de carrozas, comparsas y bailadores, acompañado por las mejores orquestas en tarimas al aire libre, e igualmente ha sido escenario de multitudinarias marchas de carácter político.
El paisaje que ofrece el Malecón habanero en los atardeceres, visto desde su comienzo en la zona vieja de la ciudad, y mirando hacia la más moderna, forma parte del recuerdo de todo el que lo ve, como una postal que se fija en la memoria, e invita al reencuentro.
Como un enorme asiento de cerca de siete kilómetros de largo, bañado por el mar incansable, el muro del malecón habanero no duerme ni de día ni de noche, frente a la ciudad llena de sorpresas, esperando por usted.
Autor: Rodolfo de la Fuente
Editor: Héctor Danilo Pompa Dominique